Noche de equinoccio en el dolmen del tejedal
Es creencia extendida entre la mayor parte
de los denominados pueblos primitivos actuales que existen determinados
momentos astronómicos, determinados lugares, o ciertas circunstancias, en las
que las barreras entre el mundo de los vivos —el mundo real— y el mundo
invisible —el otro mundo— se desdibujan y se tornan permeables. Estas
creencias, claro está, han sido relegadas por la ciencia moderna al ámbito de
la superstición o de lo religioso, pero no deja de sorprender que sean muchos
los individuos, incluso en el marco de sociedades tecnológicas y desarrolladas,
en quienes perviven estas convicciones o que manifiestan haber sufrido
experiencias de esta índole.
Puedo afirmar sin faltar a la verdad que
hasta hace pocos años yo no me contaba entre ellos. Sin embargo, una vivencia
intensa e insólita, por completo inexplicable desde un plano puramente empírico
y racional, ha quebrado la concepción cientificista del mundo que había
mantenido hasta ese momento, y hoy día no puedo dejar de plantearme si no habrá
algo de cierto en todas esas creencias primitivas acerca de fechas mágicas y
lugares de poder que el hombre ha mantenido durante milenios, aun a pesar de
que la ciencia actual no disponga de las claves adecuadas para poder aprehender
la escurridiza esencia de su realidad, tangible y a un tiempo prodigiosa. En
cualquier caso esta vivencia —como tal vivencia— es para mí incontestable,
irrefutable, con independencia de que no haya sabido encontrarle acomodo en el
seno de una explicación lógica.
* * *
* *
La mañana amenazaba lluvia. El cielo,
preñado de nubes densas y oscuras, era venteado por ráfagas constantes de aire,
y a pesar de que la temperatura era agradable y acorde con la fecha, último día
del verano, todo indicaba que el tiempo no iba a acompañar.
La joven Andrea, de ojos oscuros y negra
melena, ajustaba con parsimonia los correajes de la mochila, mientras miraba de
reojo a las majestuosas montañas que coronaban el valle. Parecía que no las
tenía todas consigo pero, en cualquier caso, se dejaba llevar por el entusiasmo
de Héctor, quien confiaba plenamente en el parte meteorológico que pronosticaba
mejoría para la tarde y buen tiempo para las próximas jornadas. Yo, por mi
parte, repasé mentalmente los principales hitos del camino que habríamos de
recorrer a lo largo del día mientras llenaba una botella de agua en la fuente.
No parecía una ruta especialmente perdedora y ya la había andado en parte
antes, pero por lo que pudiera acontecer, llevaba el itinerario previsto
cargado en el GPS.
Andrea era para mí prácticamente una
desconocida con la que sólo había conversado en un par de ocasiones. En cambio
con Héctor, montañero jovial y naturalista apasionado, había compartido
numerosas salidas y caminatas por las montañas y bosques de Asturias y del
resto de la Cordillera Cantábrica.
A decir verdad más por bosques que por montañas, pues juntos habíamos visitado
en los últimos años las principales masas forestales de la región: el extenso
robledal de Muniellos —orlado de pequeñas lagunas de origen glacial—, el hayedo
del Monte Peloñu —más impresionante a mi parecer que la afamada selva de
Irati—, y el realmente sorprendente tejedal de La Biescona , por mencionar
sólo algunos de los más renombrados. En esta ocasión, sin embargo, el objetivo
era recorrer, a lo largo de tres días, otros bosques menos conocidos y muy poco
transitados, ubicados a caballo entre el parque natural de Ponga, el parque
natural de Redes, y la alta Piloña, una zona extensa, despoblada, montañosa, y
en buena medida salvaje.
Cerramos los coches, aparcados donde
comenzaba y finalizaba nuestro itinerario circular, junto a la iglesia del
pueblo de Tarañes, y poco después de las nueve de la mañana echábamos a caminar
con nuestras pesadas mochilas cubiertas por fundas plásticas de colores
llamativos. El comienzo de la ruta, en fuerte ascenso, se dejó notar pronto en
Andrea, a quien la falta de costumbre fue descolgando poco a poco. Héctor ya me
había advertido que la chica caminaba bien pero no estaba de ir con mucha
carga, por lo que aflojamos el ritmo de la marcha y de modo tácito acordamos un
paso más sosegado y cómodo para todos. Al poco comenzó a lloviznar.
El camino discurría entre prados con
fresnos y pequeñas manchas de arbolado, y los jirones de nube pegados a la
ladera otorgaban al paisaje un halo fantasmagórico del que sobresalía a nuestra
izquierda la mole caliza de La Llambria. No
hicimos fotos, ni prácticamente paradas, hasta que alcanzamos la Collada Tarañes
hora y media después, culminando la primera etapa de la jornada. Allí picamos
algo de chocolate y frutos secos, y fumé un cigarrillo. Mientras descansábamos
la lluvia cesó, y el viento, que había soplado de levante, fue rolando a sur
arrastrando poco a poco las nubes, que se desplazaron perezosamente por el
cielo, reticentes a marcharse. Parecía que el pronóstico se cumplía.
El siguiente tramo avanzaba ya sin grandes
desniveles, por lo que los tres conversamos animadamente mientras caminábamos.
Atrás dejamos el valle por el que habíamos ascendido y con él la civilización,
y ahora a nuestra derecha nacía otro valle estrecho cubierto por un denso
hayedo, el valle de Corina, cuya cabecera formaban los arroyos que a cada
trecho vadeábamos. Continuando en travesía sin perder cota, y caminando entre
yeguadas que pastaban, llegamos al poco a la amplia Collada Llues, donde
cambiamos una vez más de vertiente enfrentando la vista al agreste valle de
Vallemoru. El cielo, al fin despejado, nos permitió disfrutar de una panorámica
magnífica sobre la profunda garganta y el esplendoroso hayedo que cubría el
valle, de un verde oscuro que aún no se veía teñido por los colores rojizos del
otoño. La geología quebrada de cabalgamientos apilados formaba un reino caótico
de paredes verticales y crestones de caliza blanca y cuarcita más oscura,
entreverado de valles boscosos que ocupaban los estratos de rocas menos duras y
consistentes. Hacia el sur, más allá del laberinto de murallones rocosos y de
la foz donde nacía el río de Vallemoru, se adivinaba otro hayedo aún mayor, en
el que teníamos intención de vivaquear la segunda noche. Sacamos fotos, y
nuevamente nos detuvimos a picar algo antes de internarnos en el bosque y
comenzar el largo descenso al fondo del valle. El viento cálido del sur
arremetía ahora con mayor fuerza y oíamos claramente el susurrante quejido de
las ramas de los árboles bajo su poderoso embate, semejante en extremo al
sonido de las olas del mar.
Ya dentro del hayedo la fuerza del viento
parecía ir a más, y los crujidos y chasquidos de los árboles nos hicieron temer
por momentos que pudiera caer alguna rama que llegase a lastimarnos. No
obstante el camino en descenso nos hizo avanzar rápido y no hubo ningún
incidente que reseñar a no ser el encuentro con un grupo de ciervas adormiladas
a las que pudimos fotografiar a placer. En poco más de una hora estábamos
alcanzando el fondo del valle, donde el imperio de las hayas se veía sustituido
por una mayor variedad de especies arbóreas, aclimatadas a la umbría y a la
elevada humedad. Desde aquí ya podíamos contemplar en la vertiente opuesta la
aldea abandonada de Vallemoru, que había otorgado su nombre al valle —o a la
inversa— y que se recostaba gallarda a la espalda de un cantil rocoso, tendida
en la ladera hacia el sol de mediodía. Sorprendía pensar que hasta hace no
mucho tiempo vivieran gentes en este lugar recóndito e inhóspito, pero bien
mirado seguramente aquel valle bravío habría estado poblado ya desde la
prehistoria. Poco después atravesamos el frío y rápido río por un antiguo
puente, y comenzamos el ascenso de la vertiente occidental del valle, en
continuos tornos que dibujaban un zigzagueante recorrido bajo los árboles cuyo
dosel no abandonamos hasta llegar al pueblo.
En Vallemoru paramos a comer. El plan
inicial era meternos en el cuerpo tan sólo un bocadillo, pero finalmente
decidimos sacar el infiernillo y prepararnos también una sopa caliente. Y
después de matar el hambre dedicamos un buen rato a descansar, charlar, y
curiosear por el pueblo, que sin duda es digno de visitar con atención si uno
es de los que disfruta de la arquitectura tradicional. Vallemoru había sido
abandonado muchas décadas atrás, pero algunas casas arregladas y cerradas nos
indicaban que sus propietarios, probablemente ganaderos locales, aún pasaban de
vez en cuando por allí para atender a sus animales.
Sin darnos cuenta se nos hizo tarde, aunque
no por ello apuramos el paso a la hora de partir de Vallemoru, que abandonamos
finalmente pasadas las seis. Emprendimos la marcha por el camino que arranca en
ascenso de la parte superior de la aldea y discurre junto al pequeño cementerio
de lápidas destartaladas. El viento había aflojado su ímpetu y el cielo se
mantenía despejado. Nuestro siguiente objetivo era el Collado Treslafuente,
donde abandonaríamos el parque natural de Ponga para entrar en tierras de
Piloña, no sin antes superar una pronunciada y continua ascensión a través de
toda la ladera de la sierra. No teníamos claro aún si pernoctar al llegar al
collado o si hacerlo un trecho más allá. En cualquier caso no llevábamos tienda
de campaña sino que pretendíamos dormir al raso con sacos y fundas de vivac,
por lo que tampoco nos preocupaba mucho hacerlo en uno u otro lugar siempre que
—si el cielo se mantenía sin nubes— pudiésemos contemplar el firmamento
estrellado.
Según proseguíamos la ascensión e íbamos
acumulando kilómetros de caminata a nuestras espaldas, nuestras piernas
acusaron el cansancio, y la merma en la fuerza y los ánimos comenzó a notarse.
Caía la tarde mientras avanzábamos en
ascenso por una vaguada de monte bajo, entre arbustos floridos de árgomas
amarillas y brezos de zarcillos blancos y rosados, con algunos acebos erguidos
aquí y allá que destacaban como islas oscuras en el paisaje. La conversación
había ido decayendo y ahora caminábamos en silencio, sumido cada cual en sus
pensamientos. La vaguada fue ganando inclinación y al poco se convirtió en una
canal pedregosa que parecía conducir a un pequeño circo rocoso sin salida. El
camino viró a la izquierda y comenzó a ascender en continuas zetas con dirección
sur hasta ganar finalmente un hombro muy marcado en el pequeño cordal que
cerraba la vaguada por ese lado. Alcanzado el hombro o pequeña horcada, paramos
para beber, descansar, y tomar referencias.
Del otro lado del modesto cordal teníamos
otra vaguada paralela a la que habíamos recorrido, pero esta albergaba un
bosque muy particular en el que destacaban grandes y numerosos tejos, sin duda
centenarios. El camino proseguía por una vira rocosa, sin sumar ni perder
desnivel, hasta alcanzar el tejedal, en cuyo interior se perdía. Destacaba
desde lejos una amplia extensión relativamente horizontal dentro del bosque que
quebraba la pendiente uniforme, pero por la parte superior el estrecho valle
concluía en unos crestones cuarcíticos que no ofrecían paso alguno que pudiera
conducir a Treslafuente, por lo que supusimos que la senda continuaría hacia el
sur atravesando perpendicularmente el vallejo por la zona llana.
Quedamos doblemente sorprendidos. Por un
lado por el magnífico y casi mágico paisaje del bosque de tejos, que sólo
podíamos comparar a La
Biescona del Sueve que Héctor y yo habíamos visitado en más
de una ocasión. Nos parecía imposible que nunca hubiésemos oído hablar de este
fantástico tejedal colgado sobre la garganta de Vallemoru, ya que era digno de
contarse entre las rarezas forestales de Asturias. Por otro lado sorprendidos
también al darnos cuenta, más allá de cualquier duda, de que habíamos errado el
camino y estábamos perdidos, ya que aquel sendero proseguía hacia el sur
manteniendo la cota mientras que nuestro camino debiera ir al oeste y en
ascenso.
(...)
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