Eritis sicut dii, le dice la Serpiente a Eva invitándole a probar el fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal: seréis como Dioses. Y como Dioses creamos mundos ex nihilo. De mundos creados de la nada va este blog, de mundos literarios. Aquellos que Pablo Solares Villar -el autor de esta bitácora- ha ido pergeñando a lo largo de los años. Mundos que no se resignan a ser olvidados en un cajón o en un rincón del disco duro, que desean ver la luz. ¡Bienvenid@! Espero que te encuentres a gusto aquí, y que te animes a dejar algún comentario. ¡Estás en tu casa!

Un pasaje de 'Noche de equinoccio en el dolmen del tejedal'

Publico en este post un pasaje -las páginas iniciales- del relato largo 'Noche de equinoccio en el dolmen del tejedal', recién publicado por este juntaletras en Amazon. Una historia de terror e intriga ambientada en la Asturias mágica y profunda.




Noche de equinoccio en el dolmen del tejedal


Es creencia extendida entre la mayor parte de los denominados pueblos primitivos actuales que existen determinados momentos astronómicos, determinados lugares, o ciertas circunstancias, en las que las barreras entre el mundo de los vivos —el mundo real— y el mundo invisible —el otro mundo— se desdibujan y se tornan permeables. Estas creencias, claro está, han sido relegadas por la ciencia moderna al ámbito de la superstición o de lo religioso, pero no deja de sorprender que sean muchos los individuos, incluso en el marco de sociedades tecnológicas y desarrolladas, en quienes perviven estas convicciones o que manifiestan haber sufrido experiencias de esta índole.
Puedo afirmar sin faltar a la verdad que hasta hace pocos años yo no me contaba entre ellos. Sin embargo, una vivencia intensa e insólita, por completo inexplicable desde un plano puramente empírico y racional, ha quebrado la concepción cientificista del mundo que había mantenido hasta ese momento, y hoy día no puedo dejar de plantearme si no habrá algo de cierto en todas esas creencias primitivas acerca de fechas mágicas y lugares de poder que el hombre ha mantenido durante milenios, aun a pesar de que la ciencia actual no disponga de las claves adecuadas para poder aprehender la escurridiza esencia de su realidad, tangible y a un tiempo prodigiosa. En cualquier caso esta vivencia —como tal vivencia— es para mí incontestable, irrefutable, con independencia de que no haya sabido encontrarle acomodo en el seno de una explicación lógica.
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La mañana amenazaba lluvia. El cielo, preñado de nubes densas y oscuras, era venteado por ráfagas constantes de aire, y a pesar de que la temperatura era agradable y acorde con la fecha, último día del verano, todo indicaba que el tiempo no iba a acompañar.
La joven Andrea, de ojos oscuros y negra melena, ajustaba con parsimonia los correajes de la mochila, mientras miraba de reojo a las majestuosas montañas que coronaban el valle. Parecía que no las tenía todas consigo pero, en cualquier caso, se dejaba llevar por el entusiasmo de Héctor, quien confiaba plenamente en el parte meteorológico que pronosticaba mejoría para la tarde y buen tiempo para las próximas jornadas. Yo, por mi parte, repasé mentalmente los principales hitos del camino que habríamos de recorrer a lo largo del día mientras llenaba una botella de agua en la fuente. No parecía una ruta especialmente perdedora y ya la había andado en parte antes, pero por lo que pudiera acontecer, llevaba el itinerario previsto cargado en el GPS.
Andrea era para mí prácticamente una desconocida con la que sólo había conversado en un par de ocasiones. En cambio con Héctor, montañero jovial y naturalista apasionado, había compartido numerosas salidas y caminatas por las montañas y bosques de Asturias y del resto de la Cordillera Cantábrica. A decir verdad más por bosques que por montañas, pues juntos habíamos visitado en los últimos años las principales masas forestales de la región: el extenso robledal de Muniellos —orlado de pequeñas lagunas de origen glacial—, el hayedo del Monte Peloñu —más impresionante a mi parecer que la afamada selva de Irati—, y el realmente sorprendente tejedal de La Biescona, por mencionar sólo algunos de los más renombrados. En esta ocasión, sin embargo, el objetivo era recorrer, a lo largo de tres días, otros bosques menos conocidos y muy poco transitados, ubicados a caballo entre el parque natural de Ponga, el parque natural de Redes, y la alta Piloña, una zona extensa, despoblada, montañosa, y en buena medida salvaje.
Cerramos los coches, aparcados donde comenzaba y finalizaba nuestro itinerario circular, junto a la iglesia del pueblo de Tarañes, y poco después de las nueve de la mañana echábamos a caminar con nuestras pesadas mochilas cubiertas por fundas plásticas de colores llamativos. El comienzo de la ruta, en fuerte ascenso, se dejó notar pronto en Andrea, a quien la falta de costumbre fue descolgando poco a poco. Héctor ya me había advertido que la chica caminaba bien pero no estaba de ir con mucha carga, por lo que aflojamos el ritmo de la marcha y de modo tácito acordamos un paso más sosegado y cómodo para todos. Al poco comenzó a lloviznar.
El camino discurría entre prados con fresnos y pequeñas manchas de arbolado, y los jirones de nube pegados a la ladera otorgaban al paisaje un halo fantasmagórico del que sobresalía a nuestra izquierda la mole caliza de La Llambria. No hicimos fotos, ni prácticamente paradas, hasta que alcanzamos la Collada Tarañes hora y media después, culminando la primera etapa de la jornada. Allí picamos algo de chocolate y frutos secos, y fumé un cigarrillo. Mientras descansábamos la lluvia cesó, y el viento, que había soplado de levante, fue rolando a sur arrastrando poco a poco las nubes, que se desplazaron perezosamente por el cielo, reticentes a marcharse. Parecía que el pronóstico se cumplía.
El siguiente tramo avanzaba ya sin grandes desniveles, por lo que los tres conversamos animadamente mientras caminábamos. Atrás dejamos el valle por el que habíamos ascendido y con él la civilización, y ahora a nuestra derecha nacía otro valle estrecho cubierto por un denso hayedo, el valle de Corina, cuya cabecera formaban los arroyos que a cada trecho vadeábamos. Continuando en travesía sin perder cota, y caminando entre yeguadas que pastaban, llegamos al poco a la amplia Collada Llues, donde cambiamos una vez más de vertiente enfrentando la vista al agreste valle de Vallemoru. El cielo, al fin despejado, nos permitió disfrutar de una panorámica magnífica sobre la profunda garganta y el esplendoroso hayedo que cubría el valle, de un verde oscuro que aún no se veía teñido por los colores rojizos del otoño. La geología quebrada de cabalgamientos apilados formaba un reino caótico de paredes verticales y crestones de caliza blanca y cuarcita más oscura, entreverado de valles boscosos que ocupaban los estratos de rocas menos duras y consistentes. Hacia el sur, más allá del laberinto de murallones rocosos y de la foz donde nacía el río de Vallemoru, se adivinaba otro hayedo aún mayor, en el que teníamos intención de vivaquear la segunda noche. Sacamos fotos, y nuevamente nos detuvimos a picar algo antes de internarnos en el bosque y comenzar el largo descenso al fondo del valle. El viento cálido del sur arremetía ahora con mayor fuerza y oíamos claramente el susurrante quejido de las ramas de los árboles bajo su poderoso embate, semejante en extremo al sonido de las olas del mar.
Ya dentro del hayedo la fuerza del viento parecía ir a más, y los crujidos y chasquidos de los árboles nos hicieron temer por momentos que pudiera caer alguna rama que llegase a lastimarnos. No obstante el camino en descenso nos hizo avanzar rápido y no hubo ningún incidente que reseñar a no ser el encuentro con un grupo de ciervas adormiladas a las que pudimos fotografiar a placer. En poco más de una hora estábamos alcanzando el fondo del valle, donde el imperio de las hayas se veía sustituido por una mayor variedad de especies arbóreas, aclimatadas a la umbría y a la elevada humedad. Desde aquí ya podíamos contemplar en la vertiente opuesta la aldea abandonada de Vallemoru, que había otorgado su nombre al valle —o a la inversa— y que se recostaba gallarda a la espalda de un cantil rocoso, tendida en la ladera hacia el sol de mediodía. Sorprendía pensar que hasta hace no mucho tiempo vivieran gentes en este lugar recóndito e inhóspito, pero bien mirado seguramente aquel valle bravío habría estado poblado ya desde la prehistoria. Poco después atravesamos el frío y rápido río por un antiguo puente, y comenzamos el ascenso de la vertiente occidental del valle, en continuos tornos que dibujaban un zigzagueante recorrido bajo los árboles cuyo dosel no abandonamos hasta llegar al pueblo.
En Vallemoru paramos a comer. El plan inicial era meternos en el cuerpo tan sólo un bocadillo, pero finalmente decidimos sacar el infiernillo y prepararnos también una sopa caliente. Y después de matar el hambre dedicamos un buen rato a descansar, charlar, y curiosear por el pueblo, que sin duda es digno de visitar con atención si uno es de los que disfruta de la arquitectura tradicional. Vallemoru había sido abandonado muchas décadas atrás, pero algunas casas arregladas y cerradas nos indicaban que sus propietarios, probablemente ganaderos locales, aún pasaban de vez en cuando por allí para atender a sus animales.
Sin darnos cuenta se nos hizo tarde, aunque no por ello apuramos el paso a la hora de partir de Vallemoru, que abandonamos finalmente pasadas las seis. Emprendimos la marcha por el camino que arranca en ascenso de la parte superior de la aldea y discurre junto al pequeño cementerio de lápidas destartaladas. El viento había aflojado su ímpetu y el cielo se mantenía despejado. Nuestro siguiente objetivo era el Collado Treslafuente, donde abandonaríamos el parque natural de Ponga para entrar en tierras de Piloña, no sin antes superar una pronunciada y continua ascensión a través de toda la ladera de la sierra. No teníamos claro aún si pernoctar al llegar al collado o si hacerlo un trecho más allá. En cualquier caso no llevábamos tienda de campaña sino que pretendíamos dormir al raso con sacos y fundas de vivac, por lo que tampoco nos preocupaba mucho hacerlo en uno u otro lugar siempre que —si el cielo se mantenía sin nubes— pudiésemos contemplar el firmamento estrellado.
Según proseguíamos la ascensión e íbamos acumulando kilómetros de caminata a nuestras espaldas, nuestras piernas acusaron el cansancio, y la merma en la fuerza y los ánimos comenzó a notarse.
Caía la tarde mientras avanzábamos en ascenso por una vaguada de monte bajo, entre arbustos floridos de árgomas amarillas y brezos de zarcillos blancos y rosados, con algunos acebos erguidos aquí y allá que destacaban como islas oscuras en el paisaje. La conversación había ido decayendo y ahora caminábamos en silencio, sumido cada cual en sus pensamientos. La vaguada fue ganando inclinación y al poco se convirtió en una canal pedregosa que parecía conducir a un pequeño circo rocoso sin salida. El camino viró a la izquierda y comenzó a ascender en continuas zetas con dirección sur hasta ganar finalmente un hombro muy marcado en el pequeño cordal que cerraba la vaguada por ese lado. Alcanzado el hombro o pequeña horcada, paramos para beber, descansar, y tomar referencias.
Del otro lado del modesto cordal teníamos otra vaguada paralela a la que habíamos recorrido, pero esta albergaba un bosque muy particular en el que destacaban grandes y numerosos tejos, sin duda centenarios. El camino proseguía por una vira rocosa, sin sumar ni perder desnivel, hasta alcanzar el tejedal, en cuyo interior se perdía. Destacaba desde lejos una amplia extensión relativamente horizontal dentro del bosque que quebraba la pendiente uniforme, pero por la parte superior el estrecho valle concluía en unos crestones cuarcíticos que no ofrecían paso alguno que pudiera conducir a Treslafuente, por lo que supusimos que la senda continuaría hacia el sur atravesando perpendicularmente el vallejo por la zona llana.
Quedamos doblemente sorprendidos. Por un lado por el magnífico y casi mágico paisaje del bosque de tejos, que sólo podíamos comparar a La Biescona del Sueve que Héctor y yo habíamos visitado en más de una ocasión. Nos parecía imposible que nunca hubiésemos oído hablar de este fantástico tejedal colgado sobre la garganta de Vallemoru, ya que era digno de contarse entre las rarezas forestales de Asturias. Por otro lado sorprendidos también al darnos cuenta, más allá de cualquier duda, de que habíamos errado el camino y estábamos perdidos, ya que aquel sendero proseguía hacia el sur manteniendo la cota mientras que nuestro camino debiera ir al oeste y en ascenso.
(...)

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