Cuando la
III Gran Guerra hubo concluido, las mentes militares más
preclaras anunciaron lo que ya era obvio: si los postreros yacimientos de
hidrocarburos habían motivado el último conflicto planetario, sería el control
del agua potable el que sin duda diera origen al próximo estallido bélico. Sin
embargo erraron en sus cálculos, y el abuso de las armas termonucleares contaminó con un manto de muerte la atmósfera y el aire que respirábamos, mucho antes de que ninguna de las potencias
lograra el control sobre las grandes reservas de agua dulce del casquete polar
antártico.
Fue sólo por un extraño azar que sobreviviese aislado en esta estación experimental que no es sino un oasis bajo una cúpula
de plomo, un invernadero gigantesco de luz artificial. El resto de mis días, y
con ellos la agónica extinción de mi especie, serán tan largos como solitarios.
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