—En el principio era el Caos. Antes que la luz y la oscuridad, antes aun que el Tiempo, estuvo el Caos. Y el Caos vomitó al Demiurgo, que dio ser a los dioses y las diosas, y forma al vasto mundo —peroraba el sacerdote mientras los jóvenes neófitos, sentados en el suelo, le escuchaban ensimismados. Todos menos uno, un chiquillo menudo y de ojos claros, que dibujaba distraídamente dragones y gigantescas serpientes roscadas sobre una tablilla encerada. Dejó el punzón de madera a un lado, alzó la cabeza, y preguntó—: ¿Y cómo les dio ser, cómo los creo?
Los demás chavales giraron el rostro, y el sacerdote arqueó una ceja, entre sorprendido y molesto; no le gustaba ser interrumpido.—Ese es uno de los misterios del Templo —contestó—, sólo al alcance de los iniciados. Vosotros no lo comprenderíais.
El muchacho menudo no se dio por vencido, e insistió:
—¿Los pintó? ¿Los dibujó?
El sacerdote le lanzó una mirada severa; aunque era una pregunta ingenua, en cierto modo rayaba lo blasfemo.
—No insistas, chiquillo arrogante. Pasarán años antes de que alcancéis a comprender los grandes misterios, si es que alguna vez llegáis a ello. —El muchacho se mordió la lengua y dejó morir la pregunta que ya estaba gestando su mente inquieta; no quería ganarse una reprimenda. El sacerdote, por su parte, prosiguió con la lección, narrando cómo los dioses, tras ser creados por el Demiurgo, dieron vida a su vez al ser humano.
El chiquillo lamentó profundamente no haber recibido una respuesta satisfactoria de su maestro, y comprendió que tendría que esforzarse en seguir aprendiendo para llegar a ser iniciado también él, algún día, en los misterios del Templo.
Sólo entonces conocería el medio de otorgar vida a los dragones de sus dibujos.
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